Patricia de los Nísperos en persona

Patricia de los Nísperos en persona
"Patricia de los Nísperos en persona" Técnica: Disolvente sobre hule estampado y tintas. C.T. 2013

viernes, 4 de diciembre de 2009

lecturas

Jorge Luis Borges — Emanuel Swedenborg













Voltaire dijo que el hombre más extraordinario que registra la historia fue Carlos XII. Yo diría: quizá el hombre más extraordinario —si es que admitimos esos superlativos— fue el más misterioso de los subditos de Carlos XII, Emanuel Swedenborg. Quiero decir algunas palabras sobre él, y luego voy a hablar de su doctrina, que es lo más importante para nosotros.

Emanuel Swedenborg nació en Estocolmo en el año 1688, y murió en Londres en 1772. Una larga vida, más larga si pensamos en las breves vidas de entonces. Casi pudo haber cumplido cien años. Su vida se divide en tres períodos. Esos períodos son de intensa actividad. Cada uno de esos períodos dura —se ha computado— veintiocho años. Tenemos al principio a un hombre dedicado al estudio. El padre de este Swedenborg era un obispo luterano, y Swedenborg fue educado en el luteranismo, cuya base angular, según se sabe, es la salvación por la gracia, de la cual descree Swedenborg. En su sistema, en la nueva religión que él predicó, se habla de la salvación por las obras, aunque esas obras no son, por cierto, misas ni ceremonias: son obras verdaderas, obras en las cuales entra todo el hombre, es decir su espíritu y, lo que es más curioso aún, también su inteligencia.

Pues bien, este Swedenborg empieza como sacerdote y luego se interesa por las ciencias. Le interesan, sobre todo, de un modo práctico. Luego se ha descubierto que él se adelantó a muchas invenciones ulteriores. Por ejemplo, la hipótesis nebular de Kant y de Laplace. Luego, como Leonardo da Vinci, Swedenborg diseñó un vehículo para andar por el aire. Él sabía que era inútil, pero veía el punto de partida posible para lo que nosotros llamamos actualmente aviones. También diseñó vehículos para andar bajo el agua, como había previsto Francis Bacon. Luego le interesó —hecho también singular— la mineralogía. Fue asesor de negocios de minas en Estocolmo. Le interesó también la anatomía. Y, como a Descartes, le interesó el lugar preciso donde el espíritu se comunica con el cuerpo.

Emerson dice: «Lamento decir que nos ha dejado cincuenta volúmenes». Cincuenta volúmenes de los cuales veinticinco, por lo menos, están dedicados a la ciencia, a la matemática, a la astronomía. Rehusó ocupar la cátedra de Astronomía en la Universidad de Upsala porque se negaba a todo lo que fuera teórico. Era un hombre práctico. Fue ingeniero militar de Carlos XII, que lo honró. Se trataron mucho los dos: el héroe y el futuro visionario. Swedenborg ideó una máquina para trasladar navios por tierra, en una de esas guerras casi míticas de Carlos XII sobre las cuales ha escrito tan hermosamente Voltaire. Transportaron los barcos de guerra a lo largo de veinte millas.

Más tarde se trasladó a Londres, donde estudió las artes del carpintero, del ebanista, del tipógrafo, del fabricante de instrumentos. También dibujó mapas para los globos terráqueos. Es decir que fue un nombre eminentemente práctico. Y recuerdo una frase de Emerson; dice que «ningún hombre llevó una vida más real que Swedenborg». Es necesario que sepamos esto, que unamos toda esa obra científica y práctica de él. Fue un político, además; fue senador del reino. A los cincuenta y cinco años ya había publicado unos veinticinco volúmenes sobre mineralogía, anatomía y geometría.

Ocurrió entonces el hecho capital de su vida. El hecho capital de su vida fue una revelación. Recibió esa revelación en Londres, precedida por sueños, que están registrados en su diario. No se han publicado, pero sabemos que fueron sueños eróticos.

Y después vino la visitación, que algunos han considerado un acceso de locura. Pero eso está negado por la lucidez de su obra, por el hecho de que en ningún momento nos sentimos ante un loco.

Escribe siempre con gran claridad, cuando expone su doctrina. En Londres, un desconocido que lo había seguido por la calle entró a su casa y le dijo que era Jesús, que la Iglesia estaba decayendo —como la iglesia judía cuando surgió Jesucristo—, y que él tenía el deber de renovar la Iglesia creando una tercera iglesia, la de Jerusalén.

Todo esto parece absurdo, increíble, pero tenemos la obra de Swedenborg. Y esa obra es muy vasta, escrita en un estilo muy tranquilo. Él no razona en ningún momento. Podemos recordar aquella frase de Emerson, que dice: «Los argumentos no convencen a nadie». Swedenborg expone todo con autoridad, con tranquila autoridad.

Pues bien, Jesús le dijo que le encomendaba la misión de renovar la Iglesia y que le sería permitido visitar el otro mundo, el mundo de los espíritus, con sus innumerables cielos e infiernos. Que tenía el deber de estudiar la Escritura Sagrada. Antes de escribir nada, le dedicó dos años al estudio de la lengua hebrea, porque quería leer los textos originales. Volvió a estudiar los textos, y creyó encontrar en ellos el fundamento de su doctrina un poco a la manera de los cabalistas, que encuentran razones a lo que buscan en el texto sagrado.

Veamos, ante todo, su visión del otro mundo, su visión de la inmortalidad personal, en la cual creyó, y veremos que todo ello está basado en el libre albedrío. En la Divina Comedia de Dante —esa obra tan hermosa literariamente— el libre albedrío cesa en el momento de la muerte. Los muertos son condenados por un tribunal y merecen el cielo o el infierno. En cambio, en la obra de Swedenborg nada de eso ocurre. Nos dice que cuando un hombre muere no se da cuenta de que ha muerto, ya que todo lo que lo rodea es igual. Se encuentra en su casa, lo visitan sus amigos, recorre las calles de su ciudad, no piensa que ha muerto; pero luego empieza a notar algo. Empieza a notar algo que al principio lo alegra y que lo alarma después; todo, en el otro mundo, es más vívido que en éste.

Nosotros siempre pensamos en el otro mundo de un modo nebuloso, pero Swedenborg nos dice que ocurre todo lo contrario, que las sensaciones son mucho más vívidas en el otro mundo. Por ejemplo, hay más colores. Y si pensamos que en el cielo de Swedenborg, los ángeles, de cualquier modo que estén, están siempre de cara al Señor, podemos pensar también en una suerte de cuarta dimensión. En todo caso, Swedenborg nos repite que el otro mundo es mucho más vívido que éste. Hay más colores, hay más formas. Todo es más concreto, todo es más tangible que en este mundo. Tanto es así —dice él— que este mundo, comparado con el mundo que yo he visto en mis innumerables andanzas por los cielos y los infiernos, es como una sombra. Es como si nosotros viviéramos en la sombra.

Aquí recuerdo una sentencia de San Agustín. En la Civitas Dei, San Agustín dice que sin duda el goce sensual era más fuerte en el Paraíso que aquí, porque no puede suponerse que la caída haya mejorado nada. Y Swedenborg dice lo mismo. Él habla de los goces carnales en los cielos y los infiernos del otro mundo y dice que son mucho más vívidos que los de aquí.

¿Qué sucede cuando un hombre muere? Al principio no se da cuenta de que ha muerto. Prosigue con sus ocupaciones habituales, lo visitan sus amigos, conversa con ellos. Y luego, poco a poco, los hombres ven con alarma que todo es más vívido, que hay más colores. El hombre piensa: Yo he vivido todo el tiempo en la sombra, y ahora vivo en la luz. Y eso puede alegrarlo un momento.

Y luego se le acercan desconocidos y conversan con él. Y esos desconocidos son ángeles y demonios. Swedenborg dice que los ángeles no han sido creados por Dios, que los demonios no han sido creados por Dios. Los ángeles son hombres que han ascendido a ser angelicales; los demonios son hombres que han descendido a ser demoníacos. De modo que toda la población de los cielos y de los infiernos está hecha de hombres, y esos hombres son ahora ángeles y son ahora demonios.

Pues bien, al muerto se le acercan los ángeles. Dios no condena a nadie al infierno. Dios quiere que todos los hombres se salven.

Pero al mismo tiempo Dios ha concedido al hombre el libre albedrío, el terrible privilegio de condenarse al infierno, o de merecer el cielo. Es decir que la doctrina del libre albedrío —que la doctrina ortodoxa suspende después de la muerte—, Swedenborg la mantiene hasta después de la muerte. Entonces, hay una región intermedia, que es la región de los espíritus. En esa región están los hombres, están las almas de quienes han muerto, y conversan con ángeles y con demonios.

Entonces llega ese momento que puede durar una semana, puede durar un mes, puede durar muchos años; no sabemos cuánto tiempo puede durar. En ese momento el hombre resuelve ser un demonio, o llegar a ser un demonio o un ángel. En uno de los casos merece el infierno. Esa región es una región de valles y luego de grietas. Esas grietas pueden ser inferiores, que comunican con los infiernos; o grietas superiores, que comunican con los cielos. Y el hombre busca, conversa y sigue la compañía de quienes le gustan. Si tiene temperamento demoníaco, prefiere la compañía de los demonios. Si tiene temperamento angelical, la compañía de los ángeles. Si ustedes quieren una exposición de todo esto, por cierto mucho más elocuente que la mía, la encontrarán en el tercer acto de Man and Superman, de Bernard Shaw.

Es curioso que Shaw no mencione nunca a Swedenborg. Yo creo que él llegó a hacerlo a través de Blake, o a través de su propia doctrina. Porque en el sistema de John Tanner está mencionada la doctrina de Swedenborg, pero sin nombrarlo. Presumo que no fue un acto de deshonestidad de Shaw, sino que llegó a creerlo sinceramente. Presumo que Shaw llegó a las mismas conclusiones a través de William Blake, que ensaya la doctrina de la salvación que predice Swedenborg.

Bien. El hombre conversa con ángeles, el hombre conversa con demonios, y le atraen más unos que otros; eso, según su temperamento. Quienes se condenan al infierno —ya que Dios no condena a nadie— se sienten atraídos por los demonios. Ahora, ¿qué son los infiernos? Los infiernos, según Swedenborg, tienen varios aspectos. El aspecto que tendrían para nosotros o para los ángeles. Son zonas pantanosas, zonas en las que hay ciudades que parecen destruidas por los incendios; pero ahí los reprobos se sienten felices. Se sienten felices a su modo, es decir, están llenos de odio y no hay un monarca de ese reino; continuamente están conspirando unos contra otros. Es un mundo de baja política, de conspiración. Eso es el infierno.

Luego tenemos el cielo, que es lo contrario, lo que corresponde simétricamente al infierno. Según Swedenborg —y ésta es la parte más difícil de su doctrina— habría un equilibrio entre las fuerzas infernales y las fuerzas angelicales, necesario para que el mundo subsista. En ese equilibrio siempre es Dios el que manda. Dios deja que los espíritus infernales estén en el infierno porque sólo en el infierno están felices.

Y Swedenborg nos refiere el caso de un espíritu demoníaco que asciende al cielo, aspira la fragancia del cielo, oye las conversaciones del cielo, y todo le parece horrible. La fragancia le parece fétida, la luz le parece negra. Entonces vuelve al infierno porque sólo en el infierno es feliz. El cielo es el mundo de los ángeles. Y Swedenborg agrega que todo el infierno tiene la forma de un demonio, y el cielo la forma general de un ángel. El cielo está hecho de sociedades de ángeles y ahí está Dios. Y Dios está representado por el sol.

De modo que el sol corresponde a Dios y los peores infiernos son los infiernos occidentales y los del norte. En cambio, al este y al sur los infiernos son más mansos. Nadie está condenado a ellos. Cada uno busca la sociedad que quiere, busca los compañeros que quiere, y los busca según el apetito que ha dominado su vida.

Los que llegan al cielo tienen una noción equivocada. Piensan que en el cielo rezarán continuamente; y les permiten rezar, pero al cabo de pocos días o semanas se cansan: se dan cuenta de que eso no es el cielo. Luego adulan a Dios; lo alaban. A Dios no le gusta ser adulado. Y también esa gente se cansa de adular a Dios. Luego piensan que pueden ser felices conversando con sus seres queridos, y al cabo de un tiempo comprenden que los seres queridos y los héroes ilustres pueden ser tan tediosos en la otra vida como en ésta. Se cansan de eso y entonces entran en la verdadera obra del cielo. Y aquí recuerdo un verso de Tennyson; dice que el alma no desea asientos dorados; simplemente, desea que le den el don de seguir y de no cesar.

Es decir, el cielo de Swedenborg es un cielo de amor y, sobre todo, un cielo de trabajo, un cielo altruista. Cada uno de los ángeles trabaja para los otros; todos trabajan para los demás. No es un cielo pasivo. No es una recompensa, tampoco. Si uno tiene temperamento angelical uno tiene ese cielo y está cómodo en él. Pero hay otra diferencia que es muy importante en el cielo de Swedenborg: su cielo es eminentemente intelectual.

Swedenborg narra la historia, patética, de un hombre que durante su vida se ha propuesto ganar el cielo; entonces, ha renunciado a todos los goces sensuales. Se ha retirado a la Tebaida. Allí se ha abstraído de todo. Ha rezado, ha pedido el cielo. Es decir, ha ido empobreciéndose. Y cuando muere, ¿qué ocurre? Cuando muere llega al cielo, y en el cielo no saben qué hacer con él. Trata de seguir las conversaciones de los ángeles, pero no las entiende. Trata de aprender las artes. Trata de oír todo. Trata de aprender todo y no puede porque él se ha empobrecido. Es, simplemente, un hombre justo y mentalmente pobre. Y entonces le conceden como un don el poder proyectar una imagen: el desierto. En el desierto rezaba como rezaba en la tierra, pero sin despegarse del cielo, porque él sabe que se ha hecho indigno del cielo mediante su penitencia, porque él ha empobrecido su vida, porque él se ha negado a los goces y a los placeres de la vida, lo cual también está mal.

Ésta es una innovación de Swedenborg. Porque siempre se ha pensado que la salvación es de carácter ético. Se entiende que si un hombre es justo, se salva. «El reino de los cielos es de los pobres de espíritu», etcétera. Eso lo comunica Jesús. Pero Swedenborg va más allá. Dice que eso no basta, que un hombre tiene que salvarse también intelectualmente. Él se imagina el cielo, sobre todo, como una serie de conversaciones teológicas entre los ángeles. Y si un hombre no puede seguir esas conversaciones es indigno del cielo. Así, debe vivir solo. Y luego vendrá William Blake, que agrega una tercera salvación. Dice que podemos —que tenemos— que salvarnos también por medio del arte. Blake explica que Cristo también fue un artista, ya que no predicaba por medio de palabras sino de parábolas. Y las parábolas son, desde luego, expresiones estéticas. Es decir, que la salvación sería por la inteligencia, por la ética y por el ejercicio del arte.

Y aquí recordamos algunas de las frases en que Blake ha moderado, de algún modo, las largas sentencias de Swedenborg, cuando dice, por ejemplo: «El tonto no entrará en el cielo por santo que sea». O: «Hay que descartar la santidad; hay que investirse de inteligencia».

De modo que tenemos esos tres mundos. Tenemos el mundo del espíritu y luego, al cabo de un tiempo, un hombre ha merecido el cielo, un hombre ha merecido el infierno. El infierno está regido realmente por Dios, que necesita ese equilibrio. Satanás es el nombre de una región, simplemente. El demonio es simplemente un personaje cambiante, ya que todo el mundo del infierno es un mundo de conspiraciones, de personas que se odian, que se juntan para atacar a otro.

Luego Swedenborg conversa con diversa gente en el paraíso, con diversa gente en los infiernos. Le es permitido todo eso para fundar la nueva iglesia. ¿Y qué hace Swedenborg? No predica; publica libros, anónimamente, escritos en un sobrio y árido latín. Y difunde esos libros. Así pasan los últimos treinta años de la vida de Swedenborg. Vive en Londres. Lleva una vida muy sencilla. Se alimenta de leche, pan, legumbres. A veces, llega un amigo de Suecia y entonces se toma unos días de licencia.

Cuando fue a Inglaterra, quiso conocer a Newton, porque le interesaba mucho la nueva astronomía, la ley de gravedad. Pero nunca llegó a conocerlo. Se interesó mucho por la poesía inglesa. Menciona en sus escritos a Shakespeare, a Milton y a otros. Los elogia por su imaginación; es decir, este hombre tenía sentido estético. Sabemos que cuando recorría los países —porque viajó por Suecia, Inglaterra, Alemania, Austria, Italia— visitaba las fábricas, los barrios pobres. Le gustaba mucho la música. Era un caballero de aquella época. Llegó a ser un hombre rico. Sus sirvientes vivían en el piso bajo de su casa, en Londres (la casa ha sido demolida hace poco), y lo veían conversando con los ángeles o discutiendo con los demonios. En el diálogo nunca quiso imponer sus ideas. Desde luego, no permitía que se burlaran de sus visiones; pero tampoco quería imponerlas: más bien trataba de desviar la conversación de esos temas.

Hay una diferencia esencial entre Swedenborg y los otros místicos. En el caso de San Juan de la Cruz, tenemos descripciones muy vividas del éxtasis. Tenemos el éxtasis referido en términos de experiencias eróticas o con metáforas de vino. Por ejemplo, un hombre que se encuentra con Dios, y Dios es igual a sí mismo. Hay un sistema de metáforas. En cambio, en la obra de Swedenborg no hay nada de eso. Es la obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y minuciosamente.

Por eso su lectura no es exactamente divertida. Es asombrosa y gradualmente divertida. Yo he leído los cuatro volúmenes de Swedenborg que han sido traducidos al inglés y publicados por la Everymahs Library. Me han dicho que hay una traducción española, una selección, publicada por la Editora Nacional. He visto unas estenografías de él, sobre toda aquella espléndida conferencia que dio Emerson. Emerson dio una serie de conferencias sobre hombres representativos. Puso: «Napoleón o el hombre de mundo; Montaigne o el escéptico; Shakespeare o el poeta; Goethe o el hombre de letras; Swedenborg o el místico». Ésa fue la primera introducción que yo leí a la obra de Swedenborg. Esa conferencia de Emerson, que es memorable, finalmente no está del todo de acuerdo con Swedenborg. Había algo que le repugnaba: tal vez que Swedenborg fuera tan minucioso, tan dogmático. Porque Swedenborg insiste varias veces sobre los hechos. Repite la misma idea. No busca analogías. Es un viajero que ha recorrido un país muy extraño. Que ha recorrido los innumerables infiernos y cielos y que los refiere. Ahora vamos a ver otro tema de Swedenborg: la doctrina de las correspondencias. Yo tengo para mí que él ideó esas correspondencias para encontrar sus doctrinas en la Biblia. Él dice que cada palabra en la Biblia tiene por lo menos dos sentidos. Dante creía que había cuatro sentidos para cada pasaje.

Todo debe ser leído e interpretado. Por ejemplo, si se habla de la luz, la luz para él es una metáfora, símbolo evidente de la verdad. El caballo significa la inteligencia, por el hecho de que el caballo nos traslada de un lugar a otro. Él tiene todo un sistema de correspondencias. En esto se parece mucho a los cabalistas.

Después de eso, llegó a la idea de que todo en el mundo está basado en correspondencias. La creación es una escritura secreta, una criptografía que debemos interpretar. Que todas las cosas son realmente palabras, salvo las cosas que no podemos entender y que tomamos literalmente.

Recuerdo aquella terrible sentencia de Carlyle, que leyó no sin provecho a Swedenborg, y que dice: «La historia universal es una escritura que tenemos que leer y que escribir continuamente». Y es verdad: nosotros estamos presenciando continuamente la historia universal y somos actores de ella. Y nosotros también somos letras, también nosotros somos símbolos: «Un texto divino en el cual nos escriben». Yo tengo en casa un diccionario de correspondencias. Uno puede buscar cualquier palabra de la Biblia y ver cuál es el sentido espiritual que Swedenborg le dio.

Él, desde luego, creyó sobre todo en la salvación por las obras. En la salvación por las obras no sólo del espíritu sino también de la mente. En la salvación por la inteligencia. El cielo para él es, ante todo, un cielo de largas consideraciones teológicas. Los ángeles, sobre todo, conversan. Pero también el cielo está lleno de amor. Se admite el casamiento en el cielo. Se admite todo lo que hay de sensual en este mundo. Él no quiere negar ni empobrecer nada.

Actualmente, hay una iglesia swedenborgiana. Creo que en algún lugar de Estados Unidos hay una catedral de cristal. Y tiene algunos millares de discípulos en Estados Unidos, en Inglaterra (sobre todo en Manchester), en Suecia y en Alemania. Sé que el padre de William y Henry James era swedenborgiano. Yo he encontrado swedenborgianos en Estados Unidos, donde hay una sociedad que sigue publicando sus libros y traduciéndolos al inglés.

Es curioso que la obra de Swedenborg, aunque se haya traducido a muchos idiomas —incluso al hindú y al japonés— no haya ejercido más influencia. No se ha llegado a esa renovación que él quería. Pensaba fundar una nueva iglesia, que sería al cristianismo lo que la iglesia protestante fue a la iglesia de Roma.

Descreía parcialmente de las dos. Sin embargo, no ejerció esa vasta influencia que debería haber ejercido. Yo creo que todo eso es parte del destino escandinavo, en el cual parece que todas las cosas sucedieran como en un sueño y en una esfera de cristal. Por ejemplo, los vikingos descubren América varios siglos antes de Colón y no pasa nada. El arte de la novela se inventa en Islandia con la saga y esa invención no cunde. Tenemos figuras que deberían ser mundiales —la de Carlos XII, por ejemplo—, pero pensamos en otros conquistadores que han realizado empresas militares quizá inferiores a la de Carlos XII. El pensamiento de Swedenborg hubiera debido renovar la Iglesia en todas partes del mundo, pero pertenece a ese destino escandinavo que es como un sueño.

Yo sé que en la Biblioteca Nacional hay un ejemplar de Del cielo, del infierno y sus maravillas. Pero en algunas librerías teosóficas no se encuentran obras de Swedenborg. Sin embargo, es un místico mucho más complejo que los otros; éstos sólo nos han dicho que han experimentado el éxtasis, y han tratado de transmitir el éxtasis de un modo hasta literario. Swedenborg es el primer explorador del otro mundo, el explorador que debemos tomar en serio.

En el caso de Dante, que también nos ofrece una descripción del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, entendemos que se trata de una ficción literaria. No podemos creer realmente que todo lo que relata se refiere a una vivencia personal. Además, ahí está el verso que lo ata: él no pudo haber experimentado el verso.

En el caso de Swedenborg tenemos una larga obra. Tenemos libros como La religión cristiana en la Providencia Divina, y sobre todo ese libro que yo recomiendo a todos ustedes sobre el cielo y el infierno. Ese libro ha sido vertido al latín, al inglés, al alemán, al francés y creo que también al español. Allí la doctrina está contada con una gran lucidez. Es absurdo pensar que la escribió un loco. Un loco no hubiera podido escribir con esa claridad. Además, la vida de Swedenborg cambió en el sentido de que él dejó todos sus libros científicos. Él pensó que los estudios científicos habían sido una preparación divina para encarar las otras obras.

Se dedicó a visitar los cielos y los infiernos, a conversar con los ángeles y con Jesús, y luego a referirnos todo eso en una prosa serena, en una prosa ante todo lúcida, sin metáforas ni exageraciones. Hay muchas anécdotas personales memorables, como esa que les conté del hombre que quiere merecer el cielo pero sólo puede merecer el desierto porque ha empobrecido su vida. Swedenborg nos invita a todos a salvarnos mediante una vida más rica. A salvarnos mediante la justicia, mediante la virtud y mediante la inteligencia también.

Y luego vendrá Blake, que agrega que el hombre también debe ser un artista para salvarse. Es decir, una triple salvación: tenemos que salvarnos por la bondad, por la justicia, por la inteligencia abstracta; y luego por el ejercicio del arte.




                                                              9 de junio de 1978






















PSICOLOGIA › A TREINTA AÑOS DEL FALLECIMIENTO DE OSCAR MASOTTA

“Tuvo que intervenir con prisa”

Al cumplirse treinta años de la muerte de Oscar Masotta, Germán García traza una semblanza de aquel hombre que “había empezado un poco tarde” y que “tuvo que intervenir con prisa en diferentes momentos de la cultura de Buenos Aires”. Masotta murió a los 49 años.
 Por Germán García

Oscar Masotta había nacido en Buenos Aires el 8 de enero de 1930 y murió en Barcelona el 13 de septiembre de 1979, unos meses antes de cumplir los cincuenta años. En cierto sentido había empezado un poco tarde (publicó su primer libro a los treinta y cinco años) y tuvo que intervenir con prisa en diferentes momentos de la cultura de Buenos Aires para producir períodos que no se confundirían con los que dictaba la política del país.
Dante, a los treinta y cinco años, se encontraba en una selva oscura. Oscar Masotta empezaba a salir de una selva similar en la que se había extraviado unos años antes, cuando en poco tiempo se encuentra separado de su primera mujer, muere su padre y hace un intento de suicidio. Esto ocurría en 1960, aunque dos años antes se había casado, había vuelto a relacionarse con la facultad a través de la revista Ruba que dirigía José Luis Romero y dirigía con Jorge Lafforgue una colección de literatura argentina auspiciada por la Secretaría de Cultura de la Nación.

La fortuna familiar

Roberto Arlt, yo mismo habla del rechazo que experimentaba Oscar Masotta frente al mito de la “clase media”, con sus valores de moderación, sacrificio y estudio. Esa vida entre, de los que se conformaban con no ser ni ricos ni pobres, ni vulgares ni refinados, ni cultos ni analfabetos. La diosa fortuna no lo había favorecido: su infancia había transcurrido entre Caballito y Villa Luro. Su familia llegó hasta Villa del Parque. Parecía haber aceptado su destino: se recibió de maestro en la Escuela Normal Mariano Acosta, pero la ocurrencia de la hispanofrancesa Elena de Souchère, que había publicado en Les Temps Modernes un artículo titulado “¿Dieu est-il antiperoniste?”, se convirtió en una jugada de la suerte que le cambió la vida. En una escuela de barrio, Oscar Masotta propuso una redacción que tendría que responder a la pregunta “¿Dios o Perón?”. Esto ocurrió un poco antes de la Revolución Libertadora de 1955, en pleno enfrentamiento entre Perón y la Iglesia, y fue una ocurrencia inspirada en Elena Souchère que le costó el trabajo.
Por entonces ya había leído, además de a Sartre, a novelistas como William Faulkner y Ernest Hemingway. Quería ser escritor y llegó a escribir algunos relatos y poemas.
Pero será el ensayo, ese género melancólico creado por Montaigne frecuente entre nosotros, lo que lo lleva a la revista Centro desde 1953. Poco después se encuentra en la revista Contorno, realizada por Carlos Correas, J. J. Sebreli, los hermanos David e Ismael Viñas, Noé Jitrik, Adolfo Prieto, León Rozitchner, Ramón Alcalde, Adelina Gigli y otros.
Sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, comenzados antes de los veinte años, le habían facilitado la pertenencia a un grupo que llegaría a gravitar de manera decisiva en la cultura argentina. Grupo al que un crítico llamó “los parricidas”.
En 1955, con la caída de Perón, se integra al periódico Clase Obrera, del Movimiento Obrero Comunista, orientado por Rodolfo Puiggrós hacia un encuentro con el peronismo de la resistencia.
En 1956 se acerca de nuevo a la Facultad de Filosofía, en otro intento por obtener un título.
La carta forzada
La “crisis” de 1960, de la que hablé al comienzo, alejó a Oscar Masotta de sus amigos de antaño y lo llevó a frecuentar el psicoanálisis de manera más decidida. Ya en el número 13 de la revista Centro (1959) publica “La fenomenología de Sartre y un trabajo de Daniel Lagache”, donde en una extensa e inesperada nota se refiere a la importancia institucional, política y epistémica de Jacques Lacan. Hay que tener presente que los célebres Escritos de Jacques Lacan se publicarán en libro recién en 1966. Hasta ese momento circulaban en revistas especializadas. Según Oscar Masotta, fue Pichón Rivière quien le facilitó estas revistas. Y, en efecto, es el Instituto de Psiquiatría de Pichón Rivière donde dicta su conferencia “Jacques Lacan y el inconsciente en el fundamento de la filosofía” (editada un año después, en 1965, en la revista Pasado y Presente, de la ciudad de Córdoba).
En ese año publica su primer libro: Sexo y traición en Roberto Arlt. Libro donde se lee entre líneas el ajuste de cuentas con su familia y la conclusión de lo que había iniciado con la revista Contorno (que hizo de Arlt una contraseña de la distancia con Borges). Muchos años después, Masotta lo confirmó cuando me dijo que no abandonaría “su costumbre inveterada de no escribir sobre Borges”.
El libro sobre Arlt está dedicado a Renée Cuellar, una bella artista cuya capacidad para “crear” obras de diversos pintores era legendaria.
Una vez más la Universidad parecía venir a la ayuda de Oscar Masotta: junto al arquitecto César Janello, funda el Centro de Estudios Superiores de Arte de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, donde es nombrado investigador con dedicación exclusiva y organiza un seminario sobre lingüística y semiótica. En 1966, el golpe de Estado del general Onganía termina con el proyecto.
Masotta se refugia en el ámbito del Instituto Di Tella, donde dicta conferencias sobre arte pop y semántica. Viaja a Nueva York y por intermedio de Marta Minujin conoce a artistas pop, entre ellos George Segal y Roy Lichtenstein. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York dicta conferencias sobre la plástica argentina de vanguardia.
En Francia se presenta con el mismo tema en el Instituto de Altos Estudios para Latinoamérica en la Universidad de París.
En el Di Tella forma un equipo con Roberto Jacoby, Eduardo Costa y Leopoldo Maler. Por el golpe de Onganía se retrasa un ciclo de Happenings, que serán realizados poco tiempo después. (Véase Revolución en el arte, compilación de Ana Longoni que reúne los trabajos de Oscar Masotta en este período, con un excelente estudio preliminar.)
Lacan, una salida
Cuando el 11 de diciembre de 1966 Jacques Lacan dedica sus Escritos a Oscar Masotta, revela conocer su trabajo por el psicoanálisis en Buenos Aires. Y esto en un momento que a los mismos analistas no les parecía evidente. Es que la base con la que contaba Masotta estaba formada por una mayoría de psicólogos, excluidos por derecho de la práctica del psicoanálisis. También había sociólogos, filósofos y lingüistas. No faltaban escritores y médicos. Para el psicoanálisis establecido era una bifurcación que no atentaba contra el monopolio de la “clínica”, verdadera base de la economía.
Pero Oscar Masotta quería convertir a los psicólogos en psicoanalistas, consecuente con Sigmund Freud, que se negaba a que el psicoanálisis fuese un capítulo de la psicología general. Y también con la Escuela Freudiana de París fundada por Jacques Lacan, abierta al análisis laico.
El problema de Oscar Masotta era responder a esta pregunta: ¿cómo un psicólogo podría convertirse en un psicoanalista? Tenía que analizarse, conocer la doctrina y su historia, controlar su práctica, integrarse en un proyecto de difusión y enseñanza.
Mientras tanto Oscar Masotta realizaba grupos de estudios donde no faltaban Ferdinand de Saussure, Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes, Roman Jakobson y Emile Benveniste.
Por otro lado, la lectura de Sigmund Freud y Jacques Lacan, con referencias a Melanie Klein, Sandor Ferenczi y de los más diversos artículos que aparecían citados por Jacques Lacan.
En 1969 realiza un seminario en el Instituto Di Tella que será publicado como Introducción a la lectura de Jacques Lacan y se convertirá en el primer libro sobre ese autor escrito en nuestra lengua.
Ese mismo año realiza el primer “Congreso lacaniano”, en una quinta de Monte Grande, que será seguido de un II Congreso lacaniano en el Centro de Medicina de Buenos Aires.
En 1971 sale el primer número de Cuadernos Sigmund Freud y comienza a publicar, con Jorge Jinkis, la colección Los casos de Sigmund Freud. Realiza conferencias sobre psicoanálisis y en 1972 dicta el seminario “Edipo, castración y perversión”, en la cátedra de psicopatología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Esa vez no fue a buscar un título y una multitud de alumnos lo siguieron hasta sus cursos particulares.
En 1973 el Instituto Goethe y la Asociación Argentino-Alemana lo invitan a organizar el Homenaje a Sigmund Freud que se realiza en la Facultad de Medicina de la UBA.
Un año después, el 28 de junio de 1974, Oscar Masotta nos invita a firmar el acta de fundación de la primera escuela de orientación lacaniana que existió en los países de nuestra lengua.
La diáspora y el final
Oscar Masotta había encontrado una salida, se había convertido en un psicoanalista capaz de despertar en otros el deseo de llegar a serlo y había ido más allá de lo que el destino familiar tramaba para su vida.
Pero, como dijo Witold Gombrowicz, hay veces en que un país va para el lado opuesto al que deseamos. Si no se puede cambiar de país –como fue dicho– se cambia de conversación. Masotta cambió de país y siguió con la conversación que había encontrado en Jacques Lacan.
Junto a su mujer, Susana Lijtmaer, el mismo año en que fundó la escuela se instaló en Londres. Luego se trasladó a Barcelona, donde tuvo una hija y vivió hasta el fin de su vida.
En España realizó una intensa actividad de organización y enseñanza. Promovió la traducción de Jacques Lacan y publicó algunos libros más.
A treinta años de su muerte recordemos una reflexión de Oscar Masotta en una carta pública enviada a sus amigos: “Estuve pensando hace poco el destino de la literatura de quienes, como nosotros, sólo disponemos de los analistas como audiencia. Temible. Sólo tendremos lectores dentro de veinte años (un escritor de otro tipo puede fantasear a su audiencia en términos de cientos de años) si la banda que hoy nos lee se mantiene hasta mañana. Como se ve, mi lamelle no carece de motivos para inducir vuestra investigación. ¿Pero qué es lo que hace que una banda pueda articular las oscuridades de hoy en una ciencia del porvenir?”.
La banda se extendió, se organizó de diversas maneras, pero las oscuridades de entonces no se han convertido en las claridades del presente. Después de todo, se trata de metáforas y yo estoy recordando a un amigo.
Ahora, en ausencia de Oscar Masotta vale la pena citar lo que afirmaba sobre el estilo de Jacques Lacan en un momento en que para muchos era un obstáculo insalvable: “Se dirá: el mismo estilo cerrado, elíptico, juguetón, oracular, laberíntico de los Ecrits. Lacan contesta con orgullo que bastaron diez años ‘para que lo que escribo se torne claro para todos, lo vi con mi tesis en la que sin embargo mi estilo todavía no era cristalino’. Hay en Lacan, en efecto, una promoción de una cultura del oído y de la lectura, más que una vocación de los valores del texto y la escritura (...). Textos lagunares resultado del bien escribir que remiten a sus seminarios; a saber, el lugar desde donde Lacan habla. ¿Para quién? Para psicoanalistas en primer lugar, pero también para quien haya sabido, podido o querido leerlo”.
Está claro que Oscar Masotta a la vez que trazaba el recorrido de su salida particular sabía borrarse para promover la lectura de ese Virgilio que fue Lacan para la orientación definitiva de su vida.
(Para material detallado de Masotta y sobre Masotta: www.descartes.org.ar; link Masotta.)





http://biblio3.url.edu.gt/Borges/LaPesadilla.pdf

Fernando Pessoa
El libro del desasosiego (fragmento)


(...)
El mundo es de quien no siente. La condición esencial para ser un hombre práctico es la ausencia de sensibilidad. La cualidad principal en la práctica de la vida es aquella cualidad que conduce a la acción, esto es, la voluntad. Ahora bien, hay dos cosas que estorban a la acción –la sensibilidad y el pensamiento analítico, que no es, a fin de cuentas, otra cosa que el pensamiento con sensibilidad. Toda acción es, por naturaleza, la proyección de la personalidad sobre el mundo exterior, y como el mundo exterior está en buena y en su principal parte compuesto por seres humanos, se deduce que esa proyección de la personalidad consiste esencialmente en atravesarnos en el camino ajeno, en estorbar, herir o destrozar a los demás, según nuestra manera de actuar. Para actuar es necesario, por tanto, que no nos figuremos con facilidad las personalidades ajenas, sus penas y alegrías. Quien simpatiza, se detiene. El hombre de acción considera el mundo exterior como compuesto exclusivamente de materia inerte –inerte en sí misma, como una piedra sobre la que se pasa o a la que se aparta del camino; o inerte como un ser humano que, por no poder oponerle resistencia, tanto da que sea hombre o piedra, pues, como a la piedra, o se le apartó o se le pasó por encima. El máximo ejemplo de hombre práctico, por reunir la extrema concentración de la acción junto con su importancia extrema, es la del estratega. Toda la vida es guerra, y la batalla es, pues, la síntesis de la vida. Ahora bien, el estratega es un hombre que juega con vidas como el jugador de ajedrez juega con las piezas del juego. ¿Qué sería del estratega si pensara que cada lance de su juego lleva la noche a mil hogares y el dolor a tres mil corazones? ¿Qué sería del mundo si fuéramos humanos? Si el hombre sintiera de verdad, no habría civilización. El arte sirve de fuga hacia la sensibilidad que la acción tuvo que olvidar.
"





por Marcelo Zigarán**
“La música traduce el sentimiento en su última esencia y ser absoluto.”
A. Schopenhauer
¿Quiénes no tenemos o conocemos alguna música que nos hace llorar, poner piel de gallina o poner eufóricos? Desde que yo era chico y estudiaba música, el problema del sentido de la música me fascinaba. Podía entender las explicaciones de la tormenta en la Sinfonía "Pastoral" de Beethoven, las andanzas del Quijote en el poema sinfónico de Richard Strauss, pero a la vez intuía que mi fascinación por la música iba mucho más allá de las descripciones, de las alusiones a las cosas de la realidad.
Siempre pensé que el análisis convencional de la música, ya sea de la forma musical, armonía, contrapunto, etc., nunca satisface la pregunta de por qué la música puede producir un profundo impacto en quien la escucha, toca o compone. Porque la música -mientras tocamos- nos hace sentir algo que casi nos hace preguntar: ¿qué me está pasando? ¿qué es esto que siento que parece llevarme a otro mundo?
Los músicos estamos acostumbrados al análisis, a la búsqueda de una racionalidad musical. A ideas tales como las de que entender o captar una obra musical es “comprender” el conjunto de relaciones sonoras de su unidad (la estructura, por ejemplo). Se aprehende por inteligibilidad y no por sensibilidad. Aunque no niego la existencia y utilidad de esta forma de apreciación musical sostengo que esto no explica el impacto que la música nos propone. Planteo que es crucial investigar una nueva dimensión del cuerpo, un acercamiento a la especificidad de lo sensible y de la sensación. O lo digo así: ¿cómo nombrar lo que la música produce en mi cuerpo?
Al principio, la pregunta del sentido musical me llevaba a la filosofía: de la voluntad de Schopenhauer, a la filosofía de Nietzsche, Kant, el estructuralismo y demás. Por mencionar un punto, Schopenhauer hablaba sobre los sonidos graves y agudos, con distintos valores afectivos y con distintos estados de la subjetividad. Para Nietzsche era la Voluntad, en tanto que fuerza actuante, lo que él toma de la música. La música hablaría un “lenguaje de la actividad” de la cual se expresan los grados de energía, las tensiones y las distensiones...
El salto al psicoanálisis y al inconciente Freudiano se dio naturalmente. ¿Cuál puede ser el vínculo entre lo inconciente, lo musical y el placer? Desde Freud sabemos que los seres humanos tenemos pulsiones, que son necesidades psicológicas, no-biológicas, que buscan ser satisfechas.
Así, Freud habla de la pulsión oral, anal y genital.
Fue Jacques Lacan quien más tarde identificó la voz (el sonido) y la mirada como objetos de una pulsión. Él estableció cuatro pulsiones diferentes: la oral, la anal, la mirada y la pulsión invocante, que sería la voz (el sonido). Nuestra psico-sexualidad es un suplemento de la necesidad biológica de procrear y el resultado de la interrelación de las pulsiones, que siempre son parciales y nunca satisfacen totalmente. La pulsión es la estructura de la cual la sexualidad participa de la vida psíquica para adaptarse a la “falta” o vacío estructural que el inconciente presenta.
Lacan es famoso por su frase de que el inconciente esta estructurado como un lenguaje. Siendo que la música nos llega en lo más profundo de nuestro ser y que la música es para mí el lenguaje de mi vida, me pareció que el estudio del terreno psicoanalítico podría traer una luz nueva a los músicos y amantes de la música. Lacan también habla de que nuestra cultura se desarrolla en tres zonas: 1) Lo Simbólico (el lenguaje, que Lacan llama la ley del padre), 2) Lo Imaginario (nuestras fantasías) y 3) Lo Real, que es lo que existe y no puede ser nombrado. Para Lacan, la realidad son las cosas que están establecidas, dependiendo del lenguaje. En la música, toda obra -por ejemplo, la sonata para cello y piano de Rachmaninov- exhibe los tres niveles Lacanianos. Lo Imaginario involucra las imágenes y sonidos que Rachmaninov concibió. Lo Simbólico sería nuestro acuerdo respecto de la afinación, notación musical, historia de la música, etc. Finalmente, lo Real sería el sentido que la música nos trae y que no puede ser expresado en palabras.
El punto en que psicoanálisis y la música entran en contacto está en una etapa temprana de investigación. Didier-Weill, un psicoanalista francés alumno de Lacan, desarrolló la teoría de la música como una pulsión invocante que propongo compartir en este artículo. Un discípulo de Weill, Carlos Kuri, quien enfatiza la dimensión corporal, lo cenestésico, plantea lo pulsional y una revisión del problema de la percepción. Esta segunda posición espero desarrollarla en una futura nota.
La Música como una Pulsión Invocante
Weill sostiene que esta pulsión tiene diferentes etapas que no son cronológicas sino lógicas. Desarrollaré aquí las ideas en un intento de acercar los conceptos psicoanalíticos a la experiencia de hacer música. Es más o menos así: la música "nos llega". Es como si gracias a la música recibiéramos una respuesta a una pregunta acerca de nosotros mismos que no sabíamos que teníamos. La música representa un Otro que escucha algo nuestro que no entendemos, una falta en nuestro ser que no sabíamos que teníamos. Así, al principio es la música la que “nos escucha”.
La música tiene un efecto liberador; ésta impone en el oyente un “Sí” incuestionable como respuesta. Este “Sí” representa la pulsión invocante.
En la música encontramos un “Otro” que no es extraño ni amenazante sino todo lo contrario. La simplicidad de este “Sí” que le damos a la música como respuesta está más allá de nuestra comprensión. Como dice Jankelevitch en su libro “La musique et l’ineffable“: “en la música hay una desproporción irónica y escandalosa entre el poder seductor de la música y la profunda falta de evidencia de la belleza musical.” Digámoslo de otra manera: la música nos conmueve en lo más profundo de nuestro ser, y sin embargo no hay ciencia que pueda explicar este "hechizo" que la música plantea, el misterio del poder de la música. Una frase musical "dice" muchas cosas pero nunca de manera unívoca; su sentido no es unívoco. La música no expresa palabra por palabra, sino sugiere a "grandes rasgos". La música no admite la comunicación discursiva y recíproca del sentido, sino una comunión inmediata e inefable.

Didier-Weill describe este proceso en tres etapas: en la primera, es la música la que encuentra un sujeto receptivo. El “oyente-escuchado” por la música descubre un vacío que no sabía que tenía.
Se produce un trasmutación subjetiva por la cual quien escucha música es escuchado. Si la música tiene una relación con la pulsión invocante (que según Lacan es la experiencia más cercana de lo inconciente) es debido al “Sí” que le damos a la música, a una parte de nuestro ser inconciente que se manifiesta. Para decirlo de otra manera, como la música es algo exterior a nosotros, tenemos que revisar y por ende abandonar una concepción Freudiana de discontinuidad o separación entre nuestro interior y el mundo exterior. ¿Por qué?, ¿dónde está la música? ¿está en la cuerda o teclado que vibra, o en el track del CD? ¿estará sólo en mi imaginación? ¿tal vez en la batuta y gestos del director de orquesta? En su lugar, descubrimos, como en la concepción de Moebius, una continuidad entre el interior de nuestro ser y el mundo exterior. Cuando tocamos música experimentamos un “Otro” que no es un extraño: en cada frase de la Sonata de Rachmaninov que toco, la música es tanto una expresión de Rachmaninov como mía.
La segunda etapa sucede cuando las notas que antes estuvieron dirigidas desde el “Otro” (la música) al sujeto, ahora se invierte y va del sujeto al “Otro”. Esto sucede cuando entendemos la estructura de la música, cuando sentimos el ritmo y casi podemos predecir los giros melódicos o anticipar una armonía. Es como si -por un momento- creyéramos que somos los compositores de esa música, y la entendemos tanto como si nos perteneciera. La melodía que toco o canto, o la creé yo, o la conocía de antemano. No es necesario el lenguaje para mediatizar esta experiencia. La respuesta emocional es inmediata. La euforia, tristeza o melancolía de la Sonata de Rachmaninov es también “mi” euforia, tristeza o melancolía. Creo que esta “alucinación” está relacionada con el amor. Es más, para los músicos, la práctica cotidiana, los intentos por mejorar la expresión o técnica de un pasaje musical son el resultado de un “Sí” que tiene que ver con el amor. Lo digo de esta manera: el amor entendido como la música que nos escucha y nos revela un vacío que teníamos, que luego nos transforma en amantes de la música. Para quienes les interese este tema y deseen profundizarlo quisiera decirles que este punto es de crucial importancia, puesto que tanto el músico como el místico, en lugar de amar al “Otro”, responden al amor del “Otro”. En mi libro Powers of Music (2007) planteo la cuestión de que la música, en lugar de ser una sublimación de una pulsión sexual, es una expresión de la experiencia de lo sublime.
En la tercera etapa de la pulsión, el oyente entiende que no hay manera de escapar al vacío de nuestro ser. Podemos relacionarnos con la falta o vacío tanto en el “Otro” como en nosotros. Una música no puede ser todas las músicas y mi ser no puede escapar al deseo, a admitir la falta o vacío de nuestro ser.
Como Weill y otros, creo que Freud se confundió cuando se refirió a la experiencia musical como “el sentimiento oceánico”, considerándola una regresión a la madre o volver a una fusión arcaica con el “Otro”. La música puede ser considerada una pulsión porque presenta una tensión, un movimiento hacia adelante.
No hay en realidad una fusión con el “Otro”. La melodía no es mía, ni tampoco soy Rachmaninov después de todo. Sin embargo, esto no es paralizante sino todo lo contrario: nos mueve a tocar, a componer, a escuchar otras músicas.
* La presente nota es una recreación de otra originalmente publicada en la revista "Paginas Musicales" Nº59 Marzo/Abril 2009 (Director: Claudio Mamud). Asimismo, el autor ha desarrollado el mismo tema en su libro "Powers of Music".
* Marcelo Zigarán egresó del Conservatorio Nacional de Música (Argentina), y estudió privadamente cello con C. Baraviera. Perfeccionó sus estudios de Violonchelo (Master y Doctorado) en Estados Unidos con V. Saradjian quien fue alumno de Rostropovich. Es miembro del dúo “La Note Bleue” y profesor de violonchelo y música de cámara en Houston, Estados Unidos. Tocó y toca como solista y músico de cámara en Estados Unidos, Europa y Sudamérica. Escribe y brinda conferencias acerca de la música y el sentido musical.



Herejes, de Leonardo Padura




el-psicoanalista

Hoy 14 de enero de 2013, terminé de leer " Kafka en la orilla"
Nuevamente entraré en una librería para permanecer allí el tiempo necesario hasta decidirme por otra obra. Entregada a la ocurrencia más inmediata , elegiría una del mismo autor.
Prefiero no dejarme llevar por lo inmediato , esa intimidad cautivante y laberíntica que crea Murakami.
 Sí quiero volver a sentir el vértigo que proviene de  mi propio laberinto y  darme otra vez una cita, no muy certera pero en la que casi siempre confío.
 En otro tiempo quizás la sombra de un gato traiga hasta mí el recuerdo de Nakata, inolvidable personaje, impecable como idea, será como encontrarme con un amigo que hace mucho que no veo, ése puede ser el momento en el que busque nuevamente la letra de Haruki Murakami.
C.T.




Señora Grande José Fraguas Casa Nova 108 páginas

Retratos de personas comunes y no tanto, y la perspicacia de un narrador para captar el exacto momento en que una vida cobra un significado especial como para integrar un cuento, un volumen de cuentos llamado Señora grande.

Por Ezequiel Acuña
Los títulos de los libros pueden ser más o menos enigmáticos, decirnos algo directo o quedar ahí flotando casi de por vida, sin revelarnos nada especial. Algunos son cantados; otros, como Señora grande, sostienen el misterio durante un buen trecho. El libro de José Fraguas es una colección de cuentos preciosos, bellos, que parecen tener todos un mismo narrador, bastante sagaz y simpático, pero sobre todo sensible y atento a lo que sucede a su alrededor. Un narrador que de ser una persona de carne y hueso, seguramente querríamos de amigo; sería alguien un poco tímido, de esa clase de gente que en las reuniones se sienta en un rincón y observa para después tomar apuntes en una libretita e irles sacando la ficha a quienes lo rodean.
Varios de los cuentos son biopics, con un personaje principal al que el narrador persigue con un pincel en la mano para retratar pequeños gestos de su personalidad, reacciones simpáticas, reacciones antipáticas, cómo dice tal cosa, cómo dice tal otra, cómo se relaciona con la gente que la rodea y cómo ve esa gente a esa persona. Y todo bajo cierto tono neutral, cierta ausencia de juicio, como dejando que los detalles escogidos casi por azar, que el montaje de furcios, tics y costumbres de los personajes hablen por sí solos. Así y todo, la voz del narrador siempre parece demostrar un poco de cariño, cierto sentimiento candoroso por los retratados que se adivina detrás de la elección de ponerlos ahí y hacerlos formar parte de ese compilado de retratos.
“Aunque sonreía poco parecía tener la certeza de que su vida era perfecta. Con frecuencia encontraba signos que presagiaban una vida afortunada: los planetas en su carta natal dibujaban una estrella, los nombres de todas las calles en las que vivió, Sucre, Oro y Rosales, indicaban un destino brillante. Los que no la querían veían otra cosa: que sus padres eran ricos, que su novio la había engañado, la acusaban de frívola o de no tener conciencia social. A Liana parecía no importarle, desde chica le dio ilusión la vida de reinas, princesas y zarinas. No negaba la cuota de sufrimiento que tiene la vida humana, pero ella podía estar tranquila, una mentalista le había informado que ya había padecido bastante en vidas anteriores.”
A decir verdad, los primeros cuatro cuentos tienen, sí, como centro a cuatro señoras grandes: “Manuela” –un comienzo entrañable del que es difícil de-sengancharse–, “Susana”, “Pichiester” y “De repente”. Pero esa unidad se diluye rápido, y los relatos pasan a girar en torno tanto de hombres como del propio narrador e incluso lugares u objetos –un árbol, estatuas– que son narrados con la misma minuciosidad aleatoria, hasta incluir también una carta a los amigos que empieza declarando “Queridos amigos: estoy enamorado de casi todos ustedes”.
Pero lo fundamental es que desde la distancia, desde el rincón en el que permanece sentado y mira, el narrador mismo es un personaje importante de esas historias, e interactúa con los retratados y los retratos de forma tal que éstos parecen tener algo de marca de vida para el narrador.
Las historias empiezan más o menos en algún lugar y terminan más o menos en otro: empiezan y terminan en lugares elegidos por el narrador pero que parecen tener algo de arbitrario, de simple corte. En algún punto paradójico esa arbitrariedad del narrador les otorga una nueva dosis de realismo a las historias, como si esas historias fueran mucho más largas, verídicas historias de la vida real de las cuales el narrador conoce o decide contar sólo una parte, sencillamente porque no se puede y no interesa contar detalladamente toda la vida de una persona. Las historias, entonces, parecen continuar antes y después de la narración, y vale quedarse pensando: esas personas son reales, el narrador las conoció en ese momento de sus vidas.
Señora grande es un libro extremadamente bello. Tan bello como escuchar a una abuela contando una y otra vez las mismas historias. ¿Alguien no le pediría que las repita? Y ahí, entonces, podemos empezar a sospechar algún sentido para ese título en ese narrador que intenta –y lo consigue– contar historias, minucias y no tanto, de la vida con el tono y la magia con el que cuentan las cosas las señoras grandes.



LA DERROTA

Excelentes páginas, a partir de "Hoy" se puede leer esta pintura que Jorge Jinkis llama : "la derrota", en su libro recientemente editado:" Violencias de la memoria"





 La Cultura es el perfeccionamiento subjetivo de la vida"
por Fernando Pessoa.

Traducción de Roser Vilagrassa.

Lo que denominamos cultura tiene dos formas o manifestaciones. La cultura no es sino un medio de alcanzar la perfección personal. Este perfeccionamiento puede ser directo o indirecto; al primero se le denomina arte, al segundo, ciencia. A través del arte, nosotros mismos alcanzamos una mayor perfección; a través de la ciencia, perfeccionamos en nosotros nuestro concepto, o ilusión, del mundo.

Nuestro concepto del mundo incluye el concepto que creamos de nosotros mismos. Por otra parte, el concepto que de nosotros formamos encierra también nuestro concepto de las sensaciones a través de las cuales el mundo nos es dado. Por ello sucede que en sus fundamentos subjetivos, y por consiguiente en la máxima perfección que nosotros podemos alcanzar —que no es sino la máxima correspondencia con estos mismos fundamentos subjetivos—, el arte se mezcla con la ciencia, y la ciencia se confunde con el arte.

Los artistas excelsos dedican tanto tiempo y estudio al conocimiento de las disciplinas de las que habrán de servirse, que más parecen ser sabios de aquello que imaginan, que aprendices de su imaginación. Ni en las obras ni en las formulaciones de los grandes sabios faltan explicaciones lógicas de lo sublime. De su lección se derivó la máxima «la perfección es el esplendor de lo verdadero» que la tradición, claramente equivocada, atribuyó a Platón. Y en la acción más perfecta que podemos concebir —la de aquellos a los que llamamos dioses—, unimos por instinto las dos formas de la cultura: los imaginamos creadores como artistas y a la vez eruditos como sabios. Porque aquello que crean, lo crean en su conjunto, como verdad, no como creación; y aquello que saben, lo saben en su conjunto, porque no lo descubrieron, sino que lo crearon.

Si es lícito admitir que el alma se divide en dos partes —una material y otra espíritu puro—, es lícito admitir que cualquier hombre o grupo de hombres civilizado de nuestro tiempo debe la primera a la nación a la que pertenece o en la que nació, y la segunda a la Grecia Antigua. A excepción de las fuerzas ciegas de la naturaleza, dijo Summer Maine, todo cuanto se mueve en este mundo es griego en su origen.

Los griegos, que todavía nos gobiernan más allá de sus tumbas derruidas, concibieron a dos dioses como creadores de todas las formas de arte que aún hoy les debemos, y lo único que no crearon a partir de éstas fue la necesidad y la imperfección. Atribuyeron al dios Apolo la unión instintiva de la sensibilidad y el entendimiento, de la cual surgió el arte como belleza. Atribuyeron a la diosa Atenea la unión del arte y la ciencia, de la cual surgió el arte (al igual que la ciencia) como forma de perfección. Bajo el influjo de los dioses nace el poeta, si nosotros entendemos por poesía, como los griegos, el principio animador de todas las artes; el artista se forma con la ayuda de la diosa.

Con estos símbolos —tanto en este caso como en otros— los griegos nos enseñaron que todo tiene origen divino, es decir, extraño a nuestra razón y ajeno a nuestra voluntad. Solamente somos aquello que nos hicieron ser, y tenemos sueños en los que somos siervos orgullosos de la libertad que ni siquiera en ellos tenemos. Por ello, el nascitur que se atribuye al poeta también se atribuye a la mitad del artista. No se aprende a ser artista; se aprende, no obstante, a saber serlo. En cierto modo, con todo, un artista nato tiene mayor capacidad para mejorar su condición de artista nato. Cada uno tiene el Apolo que busca, y tendrá la Atenea que buscar. Pese a ello, tanto lo que tenemos como lo que tendremos ya nos está dado, pues todo responde a una lógica. Ya dijo Platón que Dios geometriza.

De la sensibilidad, de la personalidad perceptible que ésta determina, nace el arte a través de lo que se conoce como inspiración: el secreto callado, el «ábrete sésamo» formulado por casualidad, el eco remoto de un encantamiento.

Sin embargo, la sensibilidad aislada no genera arte; ésta tan sólo es su condición, como el deseo lo es del propósito. Es necesario que aquello a lo que la sensibilidad secunda se una a aquello que la razón le niega. De este modo, se establece un equilibrio; y el equilibrio es el fundamento de la vida. El arte es la expresión de un equilibrio entre la subjetividad de la emoción y la objetividad de la razón, que, como emoción y razón, y como subjetiva y objetiva respectivamente, se intercalan y, por esto, al conciliarse se equilibran.

Para que el arte pueda nacer, ha de ser de un individuo; para no morir, ha de ser ajeno a éste. Debe nacer en el individuo por lo que éste tiene de individual, que no en lo que éste tiene de individual. En el artista nato, la sensibilidad subjetiva y personal también es, al serlo, objetiva e impersonal. Con ello se observa que tal sensibilidad ya encierra, como un instinto, la razón, y que existe, por tanto, fusión, que no sólo conciliación, de estos dos elementos del espíritu.

La sensibilidad conduce normalmente a la acción; la razón, a la contemplación. El arte, donde estos dos elemento se funden, es una contemplación activa, una acción pasiva. Esta fusión, compleja en su origen, sencilla en su resultado, es la que los griegos atribuyeron a Apolo, cuya acción es la melodía. Esta doble unidad, por tanto, no tiene valor alguno como arte más que con sus elementos no sólo unidos, sino equivalentes.

Falto de sensibilidad y de individualidad, el arte es una matemática sin verdad. Por mucho que un hombre aprenda, nunca aprende a ser quien no es; si no es un artista, nunca será un artista, y del arte fingido se dirá lo que Scaliger dijo del arte de Erasmo: ex alieno ingenio poeta, ex suo versificator («poeta por ingenio ajeno, versificador por el propio»).

Por tanto, falto de razón y de objetividad, en el genio destaca la locura en la cual el arte se basa; en el talento, el asombro en el que se fundamenta; en el ingenio, la singularidad en la que tiene origen. El individuo mata la individualidad.

En el arte buscamos un perfeccionamiento directo, ya sea pasajero, constante o permanente. Nuestra condición y las circunstancias determinaran el tipo, el grado, de nuestra elección.

El perfeccionamiento pasajero es el del olvido, porque, como lo que tenemos de imperfecto está en nosotros por fuerza, el acto de perfeccionarnos de forma pasajera, es decir, sin perfeccionamiento, no puede ser otra cosa que olvidarnos de nosotros y de nuestra imperfección. Por naturaleza, las artes inferiores —la danza, el canto, la representación— secundan este olvido. Su única finalidad es distraer y entretener, y, si exceden esta finalidad, también se exceden a sí mismas.

El perfeccionamiento constante significa no el perfeccionamiento en sí mismo, sino la presencia constante de estímulos para éste. Los estímulos, sin embargo, sólo proceden del exterior; tanto más intensos cuanto más exteriores; tanto más exteriores cuanto más físicos y concretos. Las artes superiores concretas —la pintura, la escultura, la arquitectura— secundan por naturaleza este estímulo constante, cuya única finalidad es adornar y embellecer. Son constantes como perfeccionamiento y sin embargo permanentes como estímulos de éste; de ahí que sean superiores. Con todo, en ellas puede tener cabida, al igual que todo lo concreto, una animación de lo abstracto; en la medida en que lo hicieran sin alejarse de su objetivo, se excederían a sí mismas.

El perfeccionamiento permanente no puede darse sino por aquello que en el hombre es de por sí más permanente y más perfeccionado. Al actuar sobre ese elemento del espíritu y animarlo, el arte hará que el hombre viva cada vez más en él, le hará vivir una vida cada vez más perfecta. La abstracción es el último efecto de la evolución del cerebro, la última manifestación que el destino hace de sí mismo en el individuo. Es incluso la abstracción substancialmente permanente; en ella y en su actuación, a la que denominamos razón, el hombre no vive como un siervo de sí mismo, como en la sensibilidad, no piensa de forma superficial con respecto a la sociedad, como la razón: vive y piensa sub specie aeternitatis, como un ser independiente y profundo. En ella, pues, y por ella, debe desarrollarse el perfeccionamiento permanente del individuo. Las artes que por naturaleza secundan tal perfeccionamiento son las artes superiores y abstractas: la música, la literatura e incluso la filosofía, que se incluye impropiamente entre las ciencias, como si ésta fuera algo más que el ejercicio del espíritu al idear mundos imposibles.

De este modo, por tanto, como cualquiera de las artes superiores puede descender al nivel de la más ínfima, una vez cumplido el objetivo que por naturaleza le corresponde, las artes inferiores y las concretas también pueden ascender, en cierto modo, al nivel de la suprema. De forma que todo arte, independientemente de su posición natural, debe tender a la abstracción de las artes superiores.

Los elementos abstractos que puede haber en todo arte y que pueden, por tanto, destacar en éste son tres: la ordenación lógica del todo en sus partes, el conocimiento objetivo de la materia a la que da forma, y el exceso de un pensamiento abstracto en tal arte. En mayor o menor grado, estos elementos pueden manifestarse en todas las artes, aunque sólo en las artes abstractas —y sobre todo en la literatura, la más completa de todas— puedan manifestarse enteramente.

La misma abstracción también es un estado supremo de la ciencia. Ésta tiende a ser matemática, es decir, abstracta, a medida que se eleva y se perfecciona. Así pues, es en el nivel de la abstracción donde el arte y la ciencia —al elevarse ambas— se concilian, como dos caminos que se unen en la cumbre para luego bifurcarse. Este es el imperio de Atenea y su acción es la armonía.

Como toda ciencia se inclina a la matemática, se inclina, de este modo, a una abstracción concreta, aplicable a la realidad y demostrable en sus movimientos físicos. Así, todo arte, por más que se eleve, no puede desprenderse de la razón ni de la sensibilidad, en cuya fusión se creó y originó. Donde no haya armonía, equilibrio de elementos opuestos, no habrá ciencia ni arte, ya que ni siquiera habrá vida. Apolo representa el equilibrio de lo subjetivo y lo objetivo; Atenea encarna la armonía de lo concreto y lo abstracto. El arte supremo es el resultado de la armonía entre la particularidad de la emoción y de la razón, que pertenecen al hombre y al tiempo, y a la universalidad de la razón que, para pertenecer a todos los hombres y tiempos, no es de ningún hombre ni de ningún tiempo. De este modo, el producto formado tendrá vida en cuanto concreto y organización en cuanto abstracto. Aristóteles estableció este concepto una vez y para siempre en una frase que recoge toda la estética: un poema, dijo, es un animal.

Aún existe el preconcepto —nacido o considerado solamente en las formas inferiores del arte, o considerado como inferior a cualquiera de ellas— de que el arte debe ser fuente de alegría o de placer. Que nadie imagine, al olvidar los elevados fines del arte, que el arte supremo debe proporcionarle alegría, o, incluso cuando le satisfaga, satisfacción. Si el arte ínfimo tiene por objetivo entretener, si el arte medio tiene por finalidad embellecer, el fin del arte supremo es elevar. Por este motivo el arte superior es, al contrario de los otros dos, profundamente triste. Elevar es deshumanizar, y el hombre, no se siente feliz donde ya no se siente hombre. Es cierto que el gran arte es humano; el hombre, sin embargo, es más humano que el arte.

El arte nos entristece en otro aspecto. Nos recuerda constantemente nuestra imperfección, ya porque al parecernos perfecto se opone a nuestra imperfección, ya porque el hecho de que ni siquiera el arte es perfecto es la señal de nuestra mayor imperfección.

Por esta razón los griegos, padres humanos del arte, eran un pueblo infantil y triste. Y el arte quizá no sea, en su forma suprema, más que la infancia triste de un dios futuro, la desolación humana de la inmortalidad presentida.

                                       Ezequiel Acuña
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Rememoración y Repetición. Consideraciones sobre la memoria en la videocreación
contemporánea

Andrea F. Díaz



Cuando nos detenemos a pensar en los vínculos entre el arte visual actual y la evocación del arte del pasado,
Bill Viola parece ser una referencia obligada entre los videoartistas contemporáneos. En una serie de obras y
con pleno dominio de la tecnología digital, Viola traduce en imágenes de altísima resolución los temas de los
grandes maestros de la pintura medieval y renacentista, inaugurando, quizá, una nueva época en la
videocreación contemporánea.
Pero no es sólo Bill Viola quien recupera las imágenes producidas en otra época para trabajarlas, elaborarlas
y transformarlas en obras de arte más actual. Existe, en el arte contemporáneo -y en particular en las
videoinstalaciones- una tendencia de algunos artistas a retomar y actualizar obras del pasado, repitiendo y/o
resignificando en su recorrido, aquella significación original. Motivos clásicos combinados con las más nuevas
tecnologías nos advierten de la presencia de ciertas huellas, las que Sigmund Freud denominara huellas
mnémicas del pasado, que dialogan abiertamente con el presente del arte actual, como si se tratase de un
“block maravilloso” o “pizarra mágica”.
Freud recurre en su teoría a esta metáfora (la de la pizarra mágica) para explicar el sistema de percepción y
la memoria, definida esta última como huella mnémica que permanece en el inconsciente, olvidada para el
sistema consciente. En “Nota sobre la "pizarra mágica" (1925) Freud ilustra el doble requisito de la memoria -
el de poder borrar y a la vez conservar- a través de este artilugio que posibilita la conservación de la impronta
de lo que hemos borrado. El artefacto consiste en una tablilla encerada cubierta por una hoja de celuloide
desprendible en la cual se escribe con un punzón. Para volver a utilizarla basta con separar la hoja de
celuloide de la superficie encerada. Lo mágico reside en que permite conservar en la superficie encerada –a
manera de huella- lo que hemos escrito sobre el celuloide y que se borra (del celuloide) cuando se separa de
la superficie blanda. De esta manera Freud ilustra la existencia de dos sistemas en nuestro psiquismo, el
sistema inconsciente y el sistema percepción-consciencia, a la vez que muestra el modo de vinculación entre
ambos.
Entonces la memoria actuará en dos tiempos, pues ella tiene el doble requisito de borrar el estímulo de la
consciencia, pero a la vez conservarlo en el sistema inconsciente. De esta manera aquella huella mnémica
olvidada se podrá recuperar o reaparecerá en otro momento, aunque –eso sí- resignificada a través de su
función simbólica. En esta forma de memoria el olvido tiene un papel fundamental. Es necesario olvidar para
poder recordar, rememorar o evocar, siempre teniendo en cuenta que aquel retorno (de lo reprimido) del
recuerdo reaparecerá de alguna manera modificado, es decir con una significación actualizada en el presente.
En la historia del arte encontramos múltiples ejemplos de artistas que recurren a obras anteriores como tema
o motivo, pero lo que resulta llamativo es que en la época actual, aparentemente signada por una excesiva
valoración de lo nuevo en detrimento de la tradición, artistas contemporáneos -que hacen un uso intensivo de
las nuevas tecnologías para su producción artística- recurran a lo clásico resignificando obras del pasado con
una nueva creación. Bill Viola en “Las Pasiones”, al inspirarse en El Bosco, Masolino o Durero (entre otros), o
Eve Sussman cuando hace lo propio con su videocreación “89 segundos en el Alcázar”, recreando en 2004
“Las meninas” al animar la escena retratada por Velázquez (exhibida en los centros de arte más prestigiosos
de Nueva York y Madrid), corroboran junto con otros artistas que estas obras aún hoy siguen dejando huella y
produciendo nuevos significados.
Pero no es la resignificación el único recurso utilizado. Justamente en el momento en que el arte es cada vez
más permeable a la expansión y dominio de las nuevas tecnologías, las cuales basan su potencial en gran
parte en su capacidad de registro, de memorización y de almacenaje, el imaginario artístico parece rescatar
no sólo las reminiscencias del pasado, si no también otro tipo de memoria, más insistentemente repetitiva,
que se manifiesta en forma de bucle, espiral o simple insistencia.
Videoartistas contemporáneos como el norteamericano Doug Aitken y el holandés Aernout Mik abordan esta
otra forma de memoria, la del automatismo de repetición. Aquella insistencia que “no cesa de no inscribirse”
(una de las definiciones de lo real de Lacan), es referida como empuje irrefrenable, como insistencia repetitiva
que da cuenta de lo inasible por la significación; esto es, lo que se reitera en tanto y en cuanto se escabulle
del mundo simbólico -lo que Lacan llamara encuentro fallido con lo real. Repetición que en su insistencia
manifiesta su interés por entrar en el circuito del sentido y del significado.
Los vídeos en bucle [loop] de Aernout Mik intentan describir una situación concreta una y otra vez, como si la
memoria de un acontecimiento determinado tuviera que ser mostrada en reiteradas ocasiones para
reconstruir una experiencia concreta. En sus proyecciones cíclicas, las variaciones sobre un mismo tema se
hilvanan, una y otra vez, en intentos sucesivos. El flujo de escenas similares se va haciendo cada vez más
estático, y finalmente se condensa en una enorme descripción de relaciones en lugar de hacerlo en una
narrativa concreta.
Otro claro exponente de repetición insistente es la obra de Doug Aitken “I am in you” (2004) donde en una
oscura sala la voz de una niña se abre paso entre la marea de imágenes que conforman esta instalación.
Tiene un timbre suave, profundo, hipnótico. Repite siempre el mismo enunciado: “You can’t stop” (no puedes
parar). La percepción, las imágenes, la memoria son temas recurrentes en las obras de Aitken. El mundo
visual que envuelve al sujeto contemporáneo junto con el amasijo de información y de media que lo contiene,
y la inevitable pregunta –filosófica- acerca del tiempo y el espacio en la conformación de la subjetividad, están
siempre presentes en sus videoinstalaciones arquitectónicas de imágenes y sonido.
Y no es casual que uno de los relatos de cabecera de este artista sea “Funes, el memorioso” (1942) de Jorge
Luis Borges. Allí se cuenta la historia de un hombre que luego de sufrir un accidente -se cae del caballo-,
contrariamente a lo habitual pierde la capacidad del olvido y no la memoria, y con la pérdida del olvido pierde
entonces la posibilidad del sueño reparador. A raíz de ello Funes es poseedor de una percepción y una
memoria infalibles pagadas con su propia inmovilidad. Recuerda todo, absolutamente todo con los más
nimios detalles. Es capaz de describir un día entero, las formas de las nubes o de las grietas de su habitación.
“Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los
procesos de la muerte, de la humedad”, escribió Borges. Pero en consecuencia Funes no es muy capaz de
pensar, pues la percepción constante lo insume en la más pura inmovilidad, inmovilidad producida por la
super-memoria del pobre y estupidizado Ireneo Funes.
Sin embargo, la rememoración y la repetición –las dos formas de la memoria- no se estancan en una
repetición del pasado o de la tradición. Ambas no excluyen a lo nuevo, por el contrario lo nuevo se
encontraría en esta vuelta resignificada de la huella mnémica inconsciente que retorna y dialoga con el
presente permitiendo el acto creativo. No se trata de mirar atrás histórica o nostálgicamente; lo que estos
artistas hacen es revisitar el pasado (rememorando o repitiendo) en forma no lineal y atenta a sus propios
intereses. Modalidad que se ha tornado un método compartido por algunos artistas contemporáneos para
desarrollar su propia narrativa en sus prácticas o teorías. De hecho, este gesto de ir hacia atrás a buscar “los
orígenes” para reescribirlos con una escritura actual, utilizando los nuevos medios que están al alcance de
esta época, es un acto que resume cierto espíritu actual.
En definitiva, estamos hablando de una memoria que no se define tanto como la “facultad psíquica por medio
de la cual se retiene y recuerda el pasado” (diccionario de la real academia) sino que más bien nos recuerda
a Mnemósine -la personificación de la memoria en la Antigua Grecia-, que no se queda sólo en el pasado y
con el pasado, sino que lo piensa de forma solidaria con el futuro. Es una memoria que tiene una estrecha
relación tanto con el presente como con el porvenir y nos permite crear y recrear.
Pero a pesar de que haya habido un cambio en la percepción merced a la reproducción masiva de las
imágenes –como ya pusiera de manifiesto el filósofo alemán Walter Benjamin-, y por otra parte, que los
medios de almacenamiento y registro digital hayan hecho que la información tenga un lugar sin precedentes
en nuestra cultura, la función de la memoria no está en absoluto garantizada; es más, está en peligro. Pues,
sin olvido, no hay memoria, sólo hay puro registro -como le sucede a Funes, que no puede discernir. La pura
información es sólo presente, a no ser que se ancle a alguna huella mnémica del pasado y sucumba entonces
a la lógica del olvido y la rememoración.
Pareciera ser entonces que nos encontramos ante una paradoja de principios del siglo XXI, la cual nos dice
que la abundancia de información y su posibilidad de almacenamiento nos conduce, más bien, a una pérdida
de memoria. Y los artistas aquí citados ponen de manifiesto esta paradoja y la amenaza de padecerla –como
Ireneo Funes. Esto nos plantea una serie de interrogantes que intentaremos responder en el desarrollo de
este trabajo -aunque más no sea parcialmente- y someter a debate, indagando en las relaciones entre el arte
actual y su evocación del pasado, y cuáles son las nuevas funciones (o no) tanto de la percepción como de la
memoria:
¿Por qué algunos artistas contemporáneos ponen de manifiesto la preocupación por la memoria y la
percepción? ¿Es que se interrogan sobre la función de estos dos tipos de memoria –rememoración y
repetición- en una era en que, con las tecnologías mediáticas de la repetición y la retroalimentación y la
infinita posibilidad de reproducir imágenes, todo parece estar memorizado? ¿Será nuestro psiquismo capaz
de adaptarse a la velocidad de los cambios? ¿Qué sucede con la función tan necesaria del olvido?
¿Acabaremos acaso como Ireneo Funes?
Nuestro objetivo último es que esta reflexión sobre la memoria y la percepción nos permita establecer un
diálogo entre pasado y presente en un arte contemporáneo signado por las nuevas tecnologías y las
reactualizaciones conceptuales continuas.

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